El Arte de la Seducción

Hace miles de años, el poder se conquistaba principalmente mediante
la violencia física, y se mantenía con la fuerza bruta. No había
necesidad de sutileza; un rey o emperador debía ser inmisericorde.
Sólo unos cuantos selectos tenían poder, pero en este esquema de cosas
nadie sufría más que las mujeres. No tenían manera de competir,
ningún arma a su disposición con que lograr que un hombre hiciera lo
que ellas querían, política y socialmente, y aun en el hogar.
Claro que los hombres tenían una debilidad: su insaciable deseo de
sexo. Una mujer siempre podía jugar con este deseo; pero una vez que
cedía al sexo, el hombre recuperaba el control. Y si ella negaba el
sexo, él simplemente podía voltear a otro lado, o ejercer la fuerza.
¿Qué había de bueno en un poder tan frágil y pasajero? Aún así, las
mujeres no tenían otra opción que someterse. Pero hubo algunas con
tal ansia de poder que, a la vuelta de los años y gracias a su enorme
inteligencia y creatividad, inventaron una manera de alterar
completamente esa dinámica, con lo que produjeron una forma de
poder más duradera y efectiva.
Esas mujeres —como Betsabé, del Antiguo Testamento; Helena de
Troya; la sirena china Hsi Shi, y la más grande de todas, Cleopatra—
inventaron la seducción. Primero atraían a un hombre por medio de
una apariencia tentadora, para lo que ideaban su maquillaje y
ornamento, a fin de producir la imagen de una diosa hecha carne. Al
exhibir únicamente indicios de su cuerpo, excitaban la imaginación de
un hombre, estimulando así el deseo no sólo de sexo, sino también de
algo mayor: la posibilidad de poseer a una figura de la fantasía. Una
vez que obtenían el interés de sus víctimas, estas mujeres las inducían
a abandonar el masculino mundo de la guerra y la política y a pasar
tiempo en el mundo femenino, una esfera de lujo, espectáculo y placer.
También podían literalmente descarriarla, llevándolas de viaje, como
Cleopatra indujo a Julio César a viajar por el Nilo. Los hombres se
aficionaban a esos placeres sensuales y refinados: se enamoraban. Pero
después, invariablemente, las mujeres se volvían frías e indiferentes, y
confundían a sus víctimas. Justo cuando los hombres querían más, les
eran retirados sus placeres. Esto los obligaba a perseguirlos, y a
probarlo todo para recuperar los favores que alguna vez habían
saboreado, con lo que se volvían débiles y emotivos. Los hombres,
dueños de la fuerza física y el poder social —como el rey David, el
troyano París, Julio César, Marco Antonio y el rey Fu Chai—, se veían
convertidos en esclavos de una mujer.
En medio de la violencia y la brutalidad, esas mujeres hicieron de la
seducción un arte sofisticado, la forma suprema del poder y la
persuasión. Aprendieron a influir en primera instancia en la mente,
estimulando fantasías, logrando que un hombre siempre quisiera más,
creando pautas de esperanza y desasosiego: la esencia de la seducción.
Su poder no era físico sino psicológico; no enérgico, sino indirecto y
sagaz. Esas primeras grandes seductoras eran como generales que
planeaban la destrucción de un enemigo; y, en efecto, en descripciones
antiguas la seducción suele compararse con una batalla, la versión
femenina de la guerra. Para Cleopatra, fue un medio para consolidar
un imperio. En la seducción, la mujer no era ya un objeto sexual
pasivo; se había vuelto un agente activo, una figura de poder.

El Arte de la Seducción - Robert Greene


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